jueves, 22 de noviembre de 2012

0. La leyenda de la flauta del bosque

          Dedicamos esta entrada al relato que da origen a nuestro proyecto de video-cuentos, La leyenda de la flauta del bosque, de Juan Carlos Fernández León, cuyo texto encontramos más abajo. Además, pulsando en la ventana del audio, podemos escucharlo en la voz de Rafael Núñez Plaza y la música de Jesús Saiz Huedo.
          ¡Esperamos que os guste!




LA LEYENDA DE LA FLAUTA DEL BOSQUE
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ LEÓN

          Hace muchos años, tantos que el Tiempo se medía por lunas y el mundo era aún joven, una niña india llamada Sora* no dejaba de soñar, noche tras noche, con unos sonidos  hermosísimos que parecían provenir de lo más intrincado de un bosque. Sora, que vivía con su abuelo en una choza junto al bosque sagrado, nada más escuchar esas prodigiosas melodías, se despertaba de pronto e intentaba imaginar quién podría ser el autor de los acordes misteriosos que la atraían y, de algún modo, la llamaban a su lado. Pero como su imaginación y su experiencia eran muy limitadas, Sora no tuvo más remedio que preguntarle a su abuelo por el enigma de esa música inexplicable que sin excepciones escuchaba cada noche.
         Su abuelo Kamali**, el más anciano de la tribu, un cazador veterano cuya edad le había obligado a renunciar al arte de la caza, abría como soles los ojos cuando al amanecer Sora se esforzaba en contarle los sueños que padecía desde que sus padres salieron a cazar bisontes rojos, el alimento que nutriría y abrigaría a la tribu durante el duro invierno de la pradera. Kamali elevó su mano huesuda, abrió la palma en el aire y empezó a emitir palabras dulces y melódicas, semejantes al trino de una calandria.
         —Querida Sora, lo que crees oír cada noche son las llamadas del deseo, voces de tu interior. En realidad es tu corazón el que late con el ritmo de esa música misteriosa, porque deseas volver a ver a tus padres. Ten paciencia, regresarán muy pronto.
         Sora observó a su abuelo con cierta incredulidad, achinando la mirada. Era una niña inteligente y orgullosa, difícil de contentar. Sabía que las palabras de su abuelo solían esconder un doble significado.
         —Pero, abuelo, esas melodías parecen tan reales…Estoy convencida de que no surgen de mi interior. Son animales o seres desconocidos que me convocan para que me reúna con ellos…en el bosque. Eso es, alguien o algo me llama y me está poniendo a prueba.
         Cuando Kamali escuchó la palabra bosque se le agrietó la frente y le brillaron los ojos con un incendio de alarma. Luego pareció recapacitar y recobró su rictus de dulzura habitual.
         —¿Sabes, querida Sora, que durante la noche el bosque oculta malos presagios y peligros inesperados? No deberías, bajo ningún concepto, salir sola al bosque. Pero también te digo que los seres humanos somos cautivos de nuestros presentimientos y que nuestro corazón es el que debe tomar las riendas de nuestras decisiones.
         Aunque Sora no comprendió del todo lo que su abuelo había querido expresar con esas sabias palabras, regresó a sus tareas con la conciencia tranquila y una nube de sosiego sobrevolando su mente.
         Cuando cayó la noche y su manto oscuro cubrió el poblado, Sora y Kamali dormían ya con esa placidez serena de los inocentes. Alrededor de la medianoche, en el instante mágico en que la luna se balancea en su trono sideral, Sora comenzó a escuchar las mismas melodías de las noches precedentes, esos maravillosos susurros que la invocaban y alteraban su ánimo. Sora despertó, se levantó y, con los ojos aún cerrados, saboreó aquella música que ignoraba de dónde provenía. De pronto recordó la prohibición de su abuelo y volvió a meterse en el jergón, arropándose con una piel de búfalo. Intentó dormir, pero el ritmo tenaz de la música se lo impedía. Pensó en los latidos de su corazón, en eso de tomar decisiones y entonces comprendió las palabras sabias de su abuelo. Con una energía desconocida, Sora se vistió con su ropa más calentita y con pasos sigilosos se dirigió a la salida de la choza, lanzando antes una mirada cariñosa al camastro en el que dormía su abuelo.      
         Fuera de la choza todo era oscuridad, silencio y frío. El foco de la luna, las chinchetas brillantes de las estrellas y, sobre todo, aquella música mágica, que Sora no había cesado de escuchar ni un solo segundo, la orientaron hacia el bosque. Las ramas de los árboles, como brazos de gigantes enfurecidos, la recibieron agitándose nerviosas en el aire, advertencias nefastas de lo que podría encontrar allí dentro. Mientras caminaba, tropezó con la raíz sobresaliente de uno de esos árboles milenarios y se magulló una rodilla. Un mapache se cruzó en su camino iluminándola con sus ojos rojos de animal nocturno. Decenas de lechuzas silbaban sus cantos terroríficos desde nidos invisibles. Sora comprendió que el bosque palpitaba, que era insomne y estaba vivo, pero esa vida misteriosa, que no se manifestaba durante el día, no le provocó ningún miedo porque estaba convencida de que la música, que seguía escuchando sin pausa, era como su destino, algo importante por lo que debía luchar. Tal vez lo más importante que le sucedería en la vida.  
         Después de diez minutos de caminar desorientada, Sora distinguió una luz en la lejanía. Era un resplandor amarillento que rasgaba la oscuridad y despejaba el horizonte. Enseguida intuyó que aquello debía ser lo que estaba buscando y apresuró el paso. A medida que se aproximaba al resplandor, aumentaba el volumen de los sonidos. Presentía que estaba muy cerca y su corazón empezó a palpitar como un volcán en erupción.
    Entonces lo vio.
          En un claro del bosque, un objeto largo y fino, depositado sobre un tronco talado, emitía millares de fogonazos de luz que aureolaban el contorno. Con la boca abierta por la sorpresa del descubrimiento, Sora reconoció que no había visto nada parecido en su vida. Aquel tubo de madera, que estaba al rojo vivo pero no ardía, poseía siete orificios por los que el viento se filtraba produciendo la prodigiosa música que Sora había escuchado en sus sueños y que ahora, en primera fila, continuaba escuchando como si asistiera a la ceremonia de un milagro. Sora comprendió que aquel hallazgo era un regalo de los dioses para que no se sintiera tan sola y, sin temor a las posibles quemaduras, aferró el tubo y percibió su tacto agradable. Por instinto, se lo llevó a la boca y lo sopló suavemente, al tiempo que sus dedos tapaban y destapaban los orificios. De repente los ruidos del bosque desaparecieron. El viento detuvo su furia, los roedores dejaron de corretear, las aves cortaron sus vuelos y las ramas de los árboles frenaron sus ímpetus para escuchar la música que surgía de aquel tubo, manejado con una extraña pericia por Sora, que estaba recibiendo el don de transmitir la existencia de aquel instrumento mágico del bosque.  
         A partir de entonces, Sora tocó el instrumento, que llamó flauta, ante todos los integrantes de su tribu y los días se les hicieron más cortos y más divertidos y alegres y, cuando menos lo esperaban, los cazadores regresaron con una buena carga de carne de búfalo, que les alimentaría y les protegería durante el invierno frío de la pradera.     

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* El nombre indio de Sora significa “El pájaro cantador remonta el vuelo”
** El nombre indio de Kamali significa “Espíritu guía”.

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