domingo, 25 de noviembre de 2012

10. El secreto de la felicidad


EL SECRETO DE LA FELICIDAD
reescrito por
SONIA GONZÁLEZ MARTÍN


          Cuenta una antigua leyenda que en un remoto reino, situado entre bosques, donde sus majestuosos árboles llenos de vigor transmitían una sensación de bienestar a todo lo que rodeaban, vivía un rey triste, obcecado en la búsqueda de la felicidad. Cada amanecer, el rey comprobaba cómo el sirviente, encargado de despertarle, rebosaba de felicidad y sonreía de tal manera que parecía que se le iba a desencajar la mandíbula. Una mañana le mandó llamar y le preguntó por su secreto.

—¿Qué secreto, majestad?

—El de tu felicidad, por supuesto.

          El sirviente le contestó que no existía tal secreto.

          El rey se enfadó muchísimo y le amenazó con la muerte si no le decía la verdad. El sirviente se echó a temblar y terriblemente nervioso articuló un par de palabras imperceptibles, mientras repetía una y otra vez que no existían secretos para su felicidad.

—¿Por qué estás siempre alegre y de buen humor?—le volvió a preguntar el rey con voz firme y rotunda.

—Señor, tengo esposa, casa, alimento y ropa. No tengo motivos para estar triste. No oculto nada más.

          Al fin, el rey dejó marchar al sirviente y, nada más desaparecer, llamó a uno de sus consejeros, a quien preguntó por la felicidad de aquel pobre hombre, que vestía harapos y comía migajas. Este le propuso:

—Majestad, esta misma noche le espiaremos en su propia casa. No se olvide de traer una bolsa de cuero con noventa y nueve monedas de oro. Comprenderá cómo funciona la rueda de la infelicidad.

          A la hora prevista, el rey incrédulo se presentó junto con el consejero y este extrajo de un bolsillo un pergamino donde se leía lo siguiente: Por tu buen hacer, disfruta de estas monedas y no las compartas con nadie o te serán retiradas. Engancharon la nota a la bolsa de monedas y golpearon la puerta del sirviente y luego desaparecieron en la oscuridad. El sirviente abrió la bolsa, leyó el pergamino y comprobó con asombro lo que había en su interior. Se la apretó contra el pecho y, mirando a un lado y a otro, cerró tras de sí la puerta. Dentro de su casa, despejó la mesa, excepto la vela que le servía para alumbrarse, y fue apilando las monedas en montoncitos de diez. Enseguida se dio cuenta de que en uno de los montones faltaba una moneda. Se volvió loco registrando cada rincón y, al no hallarla por ningún sitio, comenzó a chillar: ladrones, ladrones, me han robado. Sus ojos miraban con avaricia el montoncito incompleto y se lamentaba de lo desgraciado que era. Creyó que lo perfecto debía ser el número de cien monedas, el camino directo para alcanzar la felicidad. Pensó cómo conseguir la moneda que le faltaba: trabajaría el doble, si era necesario pondría a trabajar a su mujer, vendería sus escasas pertenencias, dejaría de comer…

          En un lugar recóndito del palacio, el rey llamó a su consejero:

—Por fin he conseguido entender cómo funciona la rueda de la felicidad. Teníamos a una persona feliz sin que poseyera nada en absoluto y lo hemos convertido en un monstruo que no se conforma con nada.


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