domingo, 25 de noviembre de 2012

5. Atahualpa




ATAHUALPA
reescrito por
JESÚS GARCÍA-MUÑOZ

          En épocas de la colonización, el rey de los incas, Atahualpa, gobernaba un territorio rodeado por la naturaleza e innumerables animales del bosque.

          Atahualpa era astuto y egoísta y trataba a sus habitantes como si fueran esclavos, obligándoles a trabajar de sol a sol a cambio de un único plato de comida. Vivían miserablemente en chozas que se caían a pedazos. En las estaciones calurosas se asaban y creían morir de frío en las invernales. Sin embargo, Atahualpa residía en un palacio repleto de privilegios y comodidades.

          Una mañana de invierno, Ajit, un niño de nueve años, caminaba junto a sus amigos por un pradillo del poblado y se vieron sorprendidos por la presencia temerosa de Atahualpa. El rey los recriminó por dejar abandonado su trabajo y solo amenazó a Ajit, ya que sus amigos habían huido a la carrera.

—Como te vuelva a ver lejos de tus tareas, pequeño Ajit, tu familia será castigada.

          Muy preocupado, Ajit les comentó el accidente a sus padres y estos creyeron conveniente disculparse ante el rey.

—La próxima vez, el niño será azotado—les increpó el soberbio rey.

          Una mañana de primavera, los niños jugaban, después del trabajo, en las praderas bajo los árboles frondosos, arrancando ramilletes de flores y escuchando con delicada admiración a los pájaros cantores, desde donde divisaron en el horizonte un enorme barco. Los niños incas recibieron a sus tripulantes con vivas y hurras, porque creían que les salvarían de las terribles garras del rey avariento. Pero se equivocaban. Aquellos marineros eran españoles que traían la intención de colonizar esas tierras. Los niños huyeron despavoridos y, una vez más, Ajit se quedó solo para recibir a los marineros españoles.

—Niño, ¿dónde puedo encontrar al rey Atahualpa?—le preguntó un barbudo marinero.

           Después de pensárselo mucho, Ajit les pidió que le acompañaran. Más de mil marineros, en fila india, seguían los pasos tranquilos de Ajit, que caminaba seguro de sí mismo. Tardaron cinco minutos en llegar a las puertas del palacio. Los españoles derribaron las puertas y exigieron ver al mismísimo rey, que apareció instantes después con el rostro desencajado por el temor. Los marineros le exigieron una habitación repleta de oro y el rey se la concedió. Luego, entre carcajadas, le pidieron el pueblo entero y Atahualpa comprendió que había llegado su fin.

          Al amanecer su cabeza colgaba de la rama de un árbol, babeando sangre espesa.


 

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