PLUMAS DE ÁGUILA
reescrito por
MARTA CONEJERO
En un poblado indio, una noche en que las estrellas cubrían el cielo con sus brillos intermitentes, nacieron dos hermanos gemelos. Los chicos crecieron y crecieron sin problemas, aunque con caracteres muy distintos. El mayor era fuerte, apuesto y valiente, mientras que a su hermano le definía la timidez y le gustaba mantenerse en un segundo plano.
Una mañana calurosa de verano, se celebraba en el poblado la ceremonia anual que los convertiría en guerreros. La prueba era muy sencilla: consistía en que los participantes debían conseguir una pluma de águila antes de que oscureciese.
Ambos hermanos viajaron juntos hacia la montaña más alta de la comarca, donde era seguro que encontrarían águilas. El hermano mayor, ambicioso y enérgico, comenzó a escalar su pronunciada pendiente sin pensar en nada más que en su victoria. El menor, más cauteloso, siguió los pasos de su hermano, pero midiendo cada uno de sus movimientos.
A media mañana, llegaron a un claro de la montaña, desde donde divisaron un enorme y hermoso águila imperial. Con prudencia de felino, el mayor de los hermanos se acercó y le arrancó una larga pluma al águila, dejándolo gravemente herido. Los graznidos de dolor del ave asustaron al chico, que se vio obligado a apoyarse contra un árbol para no caer ladera abajo. Inesperadamente, la rama más gruesa del árbol se quebró, desplomándose y atrapando al hermano mayor bajo su peso. El menor intentó socorrer sin éxito a su gemelo, pero su esfuerzo fue en vano.
Con gran pena por el fallecimiento de su hermano, el joven decidió ayudar al águila. Le dio calor y le proporcionó el alimento que encontró por los alrededores.
Al caer la noche, el resto de participantes regresó al poblado. Allí, alrededor del fuego, los integrantes de la tribu echaron en falta a los gemelos y una densa pesadumbre se apoderó de sus corazones, mientras cantaban canciones tristes.
Cuando el día clareaba, divisaron una extraña figura que se aproximaba lentamente hacia el poblado. Los guerreros, alarmados, empuñaron sus arcos y sus flechas y adoptaron posiciones de ataque o de defensa. Antes de que dispararan, la madre de los gemelos dio un grito que rompió el silencio terco de la madrugada. Había reconocido a su hijo menor. Llevaba en brazos el cadáver de su hermano y sobre su hombro un águila imperial movía las alas.
Nada más alcanzar la circunferencia del poblado, el chico, empapado en lágrimas, depositó el cadáver de su hermano sobre el suelo y abrazó a su madre, explicándole todo lo ocurrido. El entierro fue lúgubre y triste y a su término se reunieron en asamblea los más sabios de la tribu. Una hora después habían decidido que el nuevo guerrero sería el hermano pequeño, pero éste renunció al honor porque sabía quién se merecía en realidad semejante distinción.
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